La belleza de ser una eterna aprendiz: Bye Bye Brazil!

Mi paso por Brasil va llegando a su fin. Diría que una de las primeras instancias en que eso se siente es en lo abrazos. De pronto son más prolongados. De pronto son más apretados. De pronto son más sonoros. En esos pequeños instantes no tienes de otra que aceptarlo, pues todos tus nuevos amigos y amigas habrán de recordártelo sin decirlo.

El «hamper» está lleno de toda la ropa que no has querido lavar porque «ya casi me voy». El librero está lleno de todos esos libros que nos has querido empacar porque «todavía no me voy». Es ese intermedio en que no bien estando allá, vas dejando de estar aquí…un ojo de huracán de esos que en el Caribe conocemos tan bien. Para variar esta ciudad no ayuda a tener una despedida ligera. De ninguna manera. Se resiste.

No sucede en ella lo que sucedió en Madrid, cuyo frío casi me echa a patadas sin dejar en mi ganas de verle al menos en invierno. No. Aquí el invierno entre cálido y ventoso te inyecta un vacío para que sientas su ausencia. Aquí la gente te roza el cuerpo para que extrañes su calor. O bien un apetitoso extraño te planta un beso para re-agendar tus ganas de volver. Tenía que ser en la última semana, claro, que un brasileño gigante, gordo, alto, castaño y blanco me dijera «acho você tão linda». Mira como es la vida de graciosa. Aquél ejecutivo me dejará pensándole por días, así como el resto de esta monumental ciudad.

A diferencia de Madrid, no es una ciudad de esculturas enormes, de arcos detalladamente esculpidos, ni de edificios que allanan la vista de forma condescendiente. No. La verdad Río es una ciudad que no necesita de esos artificios lustrosos que inspiran las fotografías de miles de viajeros anualmente. En Brasil la belleza es otra y la forma de digerirla es un proceso que apenas comienza por la vista. Después de todo, se trata de la tierra de Vinicius de Moraes, Maysa, Caetano Veloso, Chico Buarque, Maria Gadú, Marisa Montes. Combina toda esa samba, o bosa-nova, con chachaça o una cerveza Bohemia y entenderás lo que digo.

Claro que hay esculturas impresionantes. Sólo hay que ir a un ensayo de samba o pasearse un día por Copacabana para apreciar la belleza de esos cuerpos multi-tonales cuyas expresiones reflejan no pocos siglos de orgullo y explotación. Es una imagen que se resiste a quedar intacta en una fotografía. Lo traté. Pero es un no-verbal que el lente de una cámara no puede captar. Poco a poco, te invita y te contagia, sin despojarse de conflictos. Por un lado, te asalta la indeleble sensualidad idiomática, por otro no dejas de acompañar el sudor de ese Pueblo negro carioca.

Escasamente hay arcos glamorosos cuyos restos recuerden el portal de una antigua ciudad. No, Río es una ciudad práctica y pocas cosas son sólo adornos. Si bien los Arcos de Lapa marcan la entrada y salida de los inacabables paseos nocturnos calle arriba y calle abajo de bar en bar, en su parte superior pasa un «comboio» que transporta a su población por una de sus zonas más agitadas. Son altos, imperdonablemente blancos y extensos, amortajan tanto la clase como el ego de todo aquél que lo pretenda cruzar elevado o elevada de grandeza. Esos arcos son más grandes, ellos lo ven todo. Ellos reciben y despiden la versión más cuestionable de ti a la hora pico de la madrugada. Podrán estar bien distantes del mar, pero no hay retrato que impida ver el grano de arena que bajo sus luces y sombras eres.

En Río, hay edificios altos y vistosos, cuyas paredes son cristales que juegan con la ilusión de estar allá encima y allá abajo. Dan para proyectar que en esta ciudad, también se trabaja. Sin embargo, cada quien reconoce las debidas proporciones de su encanto. Ningún edificio supera en altura los mogotes de Rio de Janeiro, incluido el Cristo de Corcovado. Y si alguien se le olvida que el día continúa corriendo afuera, el carnaval de colores que es su atardecer se asegurará de penetrar esos vidrios con su luz. Sea el Pão de Açucar, la Mureta do Pobreta, la Pedra do Leme o los Dois Irmãos, la impetuosidad de Río encuentra en sus cerros una medida inigualable.

Basta una puesta de sol con vista al mar para sentirse a la merced de todo lo que esta ciudad tiene para ofrecer. No hay como escapar esa marea. Una especie de calma te canta un «duérmete nene» que te inspira a rendirle sus debidos atributos como recompensa, aún cuando un par de chancletas y cortos sea todo lo que se necesita para degustar un buen asado a la orilla del mar, acompañado de una Itaipava, Bhrama o Antártica «estúpidamente gelada».

Es una ciudad que conversa, bien conectada por autobuses, taxis, guaguas públicas y vuelos aéreos. Nada está muy lejos como para uno no atreverse a caminar. La confianza que se gana supera cualquier resquicio de timidez que alguien posea. El carioca, como el boricua, es gente vivaracha, amigable, en la suya y en la de todos. Esa hospitalidad sentó la suficiente base de confianza como para atreverme a participar de la huelga, hoy nacional, que fue convocada a finales de mayo desde la Universidad Federal en la que estudié. Imposible será olvidar la emoción de montar un evento en una Plaza Pública en el que, con la interlocución de Brasil, estudiantes de México, Argentina, Colombia y Puerto Rico, pudimos conversar en altavoz sobre la Universidad Pública en América Latina Hoy.

La visita de mi amiga Karisa, durante este último mes, vino no sólo a sumar alegrías a esta estadía sino también a refrescar mi mirada. Como bien reseñó en su columna mensual para el Nuevo Día en Puerto Rico, «una vez se vive aquí la belleza se acaba». Se lo dijo el dueño de un bar y no podría estar más de acuerdo. En una especie de calma y tranquilidad, aún viviendo en la favela Chapeu Mangueira, la ciudad te va seduciendo hasta que respirar su aire se comienza a tornar natural. Mirar desde la sorpresa hace que se renueve la adicción y, con ella, la sufrida de tener que partir.

Se sufre esta despedida y no hay «caipirinha» que lo remedie. Se sufre este hasta luego y no hay beso capaz de acercar la fecha de retorno. Se sufre, pero también se goza. ¡Qué gran experiencia! Qué trascendental ha sido a mis estudios, a mi carácter, a mi ideología y a mis apuestas políticas. Como dice una canción popular brasileña que para siempre marcará las memorias de este viaje:

«Cantar e cantar e cantar a beleza de ser um eterno aprendiz

Eu sei, eu sei

que a vida devia ser bem melhor e sera

Mas isso não impede que eu repita

É bonita, é bonite e é bonita»

En Río aprendí a cantar y danzar la belleza de ser una eterna aprendiz:

«Yo sé, yo sé

que la vida debía ser aún mejor y será

Pero eso no impide que repita

Es bonita, es bonita y es bonita.»

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