Escribir como acto de libertad

Lo bueno de escribir siempre ha sido desabotonar la mente, pensar(se) en voz alta, rebobinar recuerdos y dejarse seducir ante la idea de la entrega. Sí, esa entrega que presuponemos ocurre cuando queda mucha tinta y un cuaderno en blanco. Me atrae la sensación de cada curva de la pluma. De alguna manera siento que con ellas el alma encabulla y vuelve y tira. Va y viene, y en cada regreso trae una muestra de mi, un pedazo del mundo, un atisbo inédito con el que acariciar la vida. Esa que viste al ser de experiencias y, solo en cultivadas ocasiones, le permite desvestirse ante ríos turbios, sedimentados, voluntariosos e impredecibles. Ríos que no respetan el sueño o bien los canales de domesticación que pretenden encauzarle un camino, un rumbo, una trayectoria. Escribir es mi río y mi vida es su cauce. Por veces muy suyo y por otras de este Pueblo. 

Cuando un vestido se desabotona, las posibilidades son infinitas. Supongo lo mismo ocurre con la mente, el intelecto, nuestra máquina de ideas. Verla desnuda impresiona, cautiva, impacienta. ¡Ah, pero verla vestida!… ¿vestida, cruzada de brazos, silente, ida…? ¿Ida llevándose sus regresos, tragándose las curvas y sudando la ansiedad de preservar el decoro? Me resisto. Escribir emancipa. Libera que lo primero que haces es otorgarle vida a una extremidad cuya zona de confort es hacerse la muerta.